Emprender un viaje en bicicleta, está mas cerca de la planificación que de la aventura, no porque esté exenta de la segunda, sino que sin planificación puede ser una pesadilla de calor, paisajes olvidados, sed y principalmente tedio, un tedio traducido en monocultivos o kilómetros de ganadería improductiva, porque viajar en bicicleta es reconocer el país o una parte de éste, con su paradojas, absurdos e indecencias, es entender que la modernidad, es decir la Ruta del Sol choca con la lógica de los espacios, evidencia aún más la corrupción, que no sólo está implícita en términos de dinero sino en esa metáfora que vimos por el camino, que podríamos definir como el museo de la crueldad a campo abierto, es decir, la señalética que nos advertía o señalaba la presencia de animales, paradójicamente estos se hacían visible, pero aplastados, destruidos, muertos; la bicicleta nos hizo más cercanos no sólo a la muerte sino a la crueldad de la carretera, de la desidia humana, pero evidentemente a esa naturaleza corrupta, que hizo de la ruta del sol, un paraje de muerte, pero eso sí, eficiente para los autos.
Igual, cada día íbamos aprendiendo
algo, al principio mi pareja y yo, más adelante cuando nos unimos a otros viajeros,
es decir, esa idea de la comunidad ciclista, existe, y fue uno de esos tantos
puntos positivos, como el mismo acto de
coronar los altos – algunos más honorables que otros-, superar el calor, sentir
que el mar se hacía más cercano, como el cuerpo se logra recuperar o por lo menos
disimularlo, entender como nuestra mente, así como la distancia y los
kilómetros, es la que más viaja, se adelanta, prevé, se agudiza; también fue un
tiempo para entender otras lógicas, la del tiempo, la ciudad, la del reposo; de
aceptar consejos y otras dinámicas, como
el hecho mismo de viajar en grupo, que cada momento funcionaba para una breve
recuperación, despinchar, revisar las bicis, entender el camino, la ruta
y acondicionarse a la misma - aunque fuera bastante difícil. –
Hell on Wheels
Como el documental del Tour de
Francia, varias veces sentimos ese pequeño y personal infierno, físico y mental
que es estar sobre una bicicleta, ya sea por el calor, las heridas por fricción
contra el sillín, el agotamiento, las quemaduras, la sed, etc., etc. y la falta
de preparación y tantas otras sensaciones que se evidencian al hacer un viaje
como este. Aún así, al iniciar y finalizar cada jornada, había satisfacción,
traducida en lavar la ropa, preparar lo del otro día, o simple y sencillamente
estirar e hidratarse, la comida del hospedaje o del parador funcionaban, las restricciones
alimenticias de los dos primeros días, mermaron nuestra capacidad física, y
entendimos, que cualquiera de las comidas, no sólo era vital sino recuperadora,
nuevamente, como docentes en bici, aprendimos algo.
Pero este breve título no puede dejar
de evidenciar que sí para uno era desgastante cada jornada, para la gente que vive
alrededor de la carretera, para algunos venezolanos que se siguen desplazando
por el país y para los animales, es todavía más duro, y sea dicho de paso neutralizado
por la rudeza de tales espacios; esto último hace mella, cuando uno tiene
mascotas, no sólo por la cantidad de animales muertos, sino asustados,
maltratados e ignorados, consumidos por un camino, sin la más mínima piedad, acá
nuevamente, podemos aludir a otra metáfora, los chulos que se comieron a una
gallina viva, esa es la dureza de ese espacio, para la gente, para los animales
y en cierto modo de los mismos recursos consumidos por este Estado fallido.
La llegada
No creo que valga la pena resumir cada jornada, cada una fue tan compleja como satisfactoria, y a cada una se le sumaban retos y conflictos, inseguridades, maletas o mejor, alforjas que así como soportaban el peso del agua, comida y demás, también hacían mella en lo físico, salidas en las madrugadas para robarle horas al sol, y a las tractomulas, pero la oscuridad de la carretera es absoluta, ese miedo que sentían nuestros antepasados a la noche, al vacío, se confirman en estos tramos; realmente cada jornada era una repetición con sus propios fallos, anécdotas y cambios; no es lo mismo subir El Alto del Vino -que ya se conoce-, a subir El Alto del Trigo, 17 kilómetros complejos, no tanto por su altura, sino por su extensión y nula señalización; así como rodar en plano por el César, con poca sombra, pocos establecimientos y mucho calor, e igualmente, la brisa del mar, o el viento en general, sí bien se hacía un aliado contra el calor, hacía más duro el desplazamiento. Con estos viajes, uno entiende el valor del agua, no sólo en el cuerpo tras un breve baño, porque evidentemente el agua escasea después de Puerto Boyacá sino en esa sed que sólo calma con algo frío, helado, nuevamente, las lógicas o el entendimiento de estos espacios, no señalan que sí bien Colombia es un solo espacio geográfico, social, política y culturalmente somo varias Colombias.
De todas maneras, cada jornada nos
dejó una lección, aprendizaje, que sí bien es difícil de replicar o de
replicarlas, por lo menos de forma singular nos hacen ver con otros ojos a
nuestra región, gente – yo la verdad no creo que a uno esta experiencia lo haga
más amable con la gente- pero lo hace entender las mismas paradojas del
colombiano.
Haciendo una elipsis, una aceleración
en el tiempo audiovisual, llegamos al último día, no podía faltar el pinchazo
habitual, la brisa que nos devolvía, la idea que los domingos por esas zonas la
gente no trabaja – creo que en todos los lados- pero todo esto nos iba haciendo
más conscientes de la cercanía con el mar, y finalmente esa línea en el
horizonte, una línea que se movía con cadencia, que a algunos se les mezcló la
sal del mar con sus lágrimas, en fin toda reacción emotiva, es indescriptible,
yo sólo entendí lo obvio…..podía descansar, aunque esos últimos 15 o 20
kilómetros se hacen eternos, cuando uno sabe que la jornada ha finalizado, el
cuerpo entiende esa misma lógica y dice basta, para nuestros compañeros de
viaje seguía otra jornada, otro reto, para nosotros había llegado a su fin la
aventura en bici…..y el mar, seguía allí.
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