28 feb 2016

Nightwatching: La ronda de noche descifrada



                    "La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, 
                    no el copiar su apariencia."
                                                                                                                     Aristóteles


Aunque no es la primera vez que reseñamos una obra de Peter Greenaway en este blog - lo hicimos con la serie para Channel Four TV Dante-, y mucho menos, la única que hemos visto del artista inglés; si es el primer largometraje que analizamos,  en este caso, uno de sus "ensayos", y puesta en escena sobre una obra de arte, personaje o interpretación del mismo tema, que ha venido descifrando en los últimos años este polémico y dramático cineasta. Formado como artista plástico y especializado en pintura, Greenaway ha intentando desde sus comienzos, darle al cine, no sólo un nuevo lenguaje, sino una transformación radical, en cierto modo, una reinvención de éste. Con un estilo que puede ser considerado de (neo) Barroco, por sus excesos visuales, una puesta en escena heredada del teatro y de lo pictórico,  donde la muerte, el sexo y los pensamientos del director se sobreponen en estos conjuntos cinematográficos. El inglés, que varias veces ha declarado la muerte del cine, aún sigue expresando a través de este medio sus inquietudes intelectuales, experiencias visuales y como en el caso de esta obra, todo un ensayo sobre el trabajo de Rembrandt, el arte como construcción narrativa y una suerte de "academicismo" que se mezcla con sus propias interpretaciones e ideas sobre la Ronda de Noche, ese magnífico cuadro del pintor holandés, que para algunos fue el punto de decadencia de éste, y el nombre (en español) de esta película.


  
El guión escrito por el director, es una audaz interpretación y ensayo ficcional en tono de thriller sobre el cuadro Ronda de Noche de Rembrandt, y sobre el mismo artista, su decadencia, su penoso destino, las mujeres entorno a su obra y finalmente el misterio entorno al mismo cuadro, del que el director ejerce toda manifestación ya no sólo como un elemento de suspenso -reflejándose la conspiración de un asesinato- sino un cierto entramado de lo que es la pintura de ese momento y el arte mismo, reflejado en la sociedad que parece condensarse en dicha obra. Igualmente, podemos hablar de un cine-perfil de Rembrandt, de la Holanda de 1642 y una desfragmentación del mismo cuadro (pictórico) y de lo que esconde su narrativa, en cierto modo, Greenaway crea una narración a partir de lo que Ronda de Noche significa, y significó en su momento.

Sin embargo, y sí hablamos de la parte formal del guión, el inglés utiliza unos recursos no sólo artísticos sino metanarrativos en los que se explican a sí mismo el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes y otros puntos relevantes, donde los actores se convierten en su misma voz omnisciente, aún más, su tono teatral y pictórico, termina reforzando las técnicas narrativas, y eso en cierta forma, también lo hace una especie de cine-ensayo, que no sólo tiene a Greenaway como pensador-creador de imágenes sino al mismo concepto de arte como descifrador del misterio y de sus propios parámetros. Juegos o recursos que este director lleva proponiendo hace mucho tiempo en sus películas, que en algunos momentos están mas cerca del museo o de la galería de arte.





El director de fotografía holandés Reinier Van Brummelen diseña, como todo un pintor Barroco, unas estructuras lumínicas contrastadas, donde el claroscuro y lo artificioso son protagonistas, Van Brummelen, que se ha convertido en el operador habitual de Greenaway, también ha logrado a partir de la Alta Definición, un estilo y en cierta forma un "perfeccionamiento" de las visiones del director inglés. Naturalista en exteriores y pictórico-teatral en interiores, emulando los cuadros de Rembrandt; este director de fotografía no sólo se acerca a las técnicas del pintor sino que igualmente, simplifica tales conceptos, además de sintetizar en sus fotogramas el arte de ese momento.

Vale la pena destacar el trabajo musical de Wlodzimierz Pawlik, no sólo por las sensaciones que crea sino por su uso narrativo, y aún más, por acentuar ese estilo teatral, que será el gran definidor de esta obra. La música del compositor polaco y pianista de jazz, no sólo es dramática en su construcción sino efectiva en el proceso de degradación del personaje principal. Obviamente, todo esto funciona gracias a una excelente "puesta en escena" y nunca mejor dicho con esta obra, pensada por el diseñador de producción Maarten Piersma, el director de arte James Wilcocky sus grupos de trabajo.



Tal vez uno de los puntos menos interesantes de esta película, sean las actuaciones, y aunque Martin Freeman, logre emular de la mejor manera el papel de Rembrandt, no es constante el desarrollo del mismo, además de desaprovechar a otros personajes como Toby Jones, o no profundizar en otros; de todas maneras, es algo habitual en las películas de  Greenaway - principalmente en las últimas- no darle tanta relevancia a las interpretaciones; o por lo menos es mi percepción desde obras como las Maletas de Tulsa.

Con Greenaway no hay medios términos o medias tintas, es un cine que gusta o que tiene detractores; que sus propuestas, en algunos casos tan radicales que parecen más cercanas a la experimentación o al ambiente de museo, se alejan del espectador, aún así, la validez de la obra de este director es su misma radicalidad  y autoría, que no teme afrontar sus ideas a partir del mismo medio, y que sigue en una costante búsqueda, que parece infructuosa, o por lo menos, así lo manifiesta el inglés.  

Una obra recomendada a quienes ya han visto el trabajo de Greenaway, quienes quieran explorar el universo de Rembrandt, y además puedan disfrutar de lo pictórico por encima de lo narrativo.


Zoom in: Esta es la primera de una serie de largometrajes sobre los maestros holandeses
2 premios en el Festival de Venecia de 2007

Montaje Paralelo: Arte - Rembrandt 


19 feb 2016

Cuento: Chinina Migone*



Recuerdo que al entrar en la sala, creí sentir que salía. Pero precisamente como esos días de ambiente tan cargado en que se sale a la calle y parece que se entra en algún sitio. Lo que noté fue, sin duda, que algo estaba allí trastornado, que algo alteraba y deprimía la atmósfera de modo insufrible. Yo entraba de puntillas, prevenido de antemano; ya en el vestíbulo me impusieron los chist... chist. Miraba porque, viendo, mi curiosidad esperaba satisfacerme; pero no vi más que un círculo silencioso rodeando al piano, negro lago donde Chinina, cisne, navegaba. Y no era esto suficiente explicación para lo que sentía. No era lo que se veía, sino algo difundido allí que se respiraba. El «aria» que escapaba de sus labios sobre todas las cabezas. El «aria» que secaba las bocas, que doblaba los cuellos de las mujeres al ser expirada por ella en su canto. El límpido clima musical que creara el preludio era entonces oprimido, sacudido por el soplo de aquel «aria». Se sentía a través de las notas, como en la voz del órgano el lento henchirse de su pulmón, que su garganta sorbía nuestra atmósfera hasta asfixiarnos, y después, cuando volvía de ella, llegaba ardiendo de allí donde se estaba fraguando la tormenta. Pasaba a veces, húmeda esperanza, un ligero olor de lágrimas; lo borraba un suspiro, tolvanera que se rizaba sobre nuestras frentes. Los ojos y las luces abrasados huían a esconderse en la umbría de los cortinones. Los hombres disimulaban su inquietud con la seca sonrisa de sus pecheras blancas. 

Todo ardía y temblaba; pero ¿quién como yo por aquel «aria» llegó a sentir tan violentas contracciones barométricas? ¡Ser hilo, algo leve que ella arrastrase y envolviese! ¡Ser lámina, donde su suave onda rebotase! Yo extendía mi alma para que cayese en ella lo que de un momento a otro iba a romperse. Pero qué suave lo dejó escapar; con su voz entornada, su cabeza inclinada, tapón de su cuello, cómo por la rendija se escapó el final. ¡Ánima mía! y no cayó, voló bajo las gotas del aplauso, se perdió entre el chaparrón su último aleteo. Entonces, entre la gente dispersada, corrí por el salón. Todos sentían el alivio de respirar con ritmo propio, libres ya del influjo que tramontaba en su recuerdo. Sólo yo, sin poder reponerme, buscaba las huellas de la pasada conmoción; sabía que en el salón algo tenía que haber quedado resentido por la descarga y me desolaba no encontrar fuera de mí señales de devastación. Pero Chinina buscaba igualmente. Ella, emisora, temblaba aún sobre su tallo. Vibración de copa finísima que sólo siente quien la tiene en la mano. ¡Me esperaba! El vals brotó oportuno para encubrir nuestro impensado abrazo. 

Mi mano en su cintura, me asomé a respirar su alma volátil, tan cerca siempre del entreabierto escape. Tan absorbida, tan descuajada de su ser se sentía, que, defendiéndose, escondía su frente entre mi barba. Yo la veía semioculta como la luna entre los cedros. 

La vi así tanto tiempo. Un año o dos pasaron en eso Mi pasión cohibida se petrificaba en aquella actitud. Asomarme a ella, absorto en absorberla. Custodiar, inmovilizar su ser ligero, hacerla pender de mí como la casa del cielo, por su humo. Lo que más de ella quería escapar era lo que yo sujetaba. Mi mirada se enlazaba a la suya aprisionándola, arrancando de todo lo circundante las mínimas divergencias que me mermasen su posesión. 

Ni después cuando la tuve conmigo encontré nunca bastante fuerte muralla de insociabilidad para esconderla. Sentía que nos acechaba la banal codicia de la gente. Todos me decían: la tienes ahogada, la estás matando. Pero yo la sacaba de sus límites para darla mi espacio. Y se filtraban en nuestra casa torvas embajadas del mundo que nos dejaban con disimulo explosivas insidias. Me huían, me sorteaban para llegar cuando ella no estuviese defendida. Pero yo aprendía a llevarme la llave y a entrar como un ladrón para sorprender a los que me robaban. Así sorprendí a las tres rapaces. La habían seducido, y abierto el piano, seis manos forzaban las notas, dos en el teclado y dos en cada brazo de ella. La casa estaba llena; desde la puerta su presión me impedía avanzar. Pensé en abalanzarme a extinguir el foco y temí no llegar con vida. Pero ciego, ya iba atravesándolas. Antes que yo, llegó mi grito ¡Chinina! y los tres pajarracos saltaron, revolotearon espantados. Chinina en cambio, junto al piano, quieta con él, como dos niños acusados: él con la boca abierta y ella cerrada. ¡Tanto ... ! Nada más infranqueable que la línea en que sus labios se apretaban. Yo vi que no era de allí de donde podría volver a escaparse un leve soplo de lo que contenían. Pero algo pugnaba dentro por forzarlos, algo interiormente impulsado, algo ya desplazado que tenía que difundirse fatalmente pródigo. Mi voz como una mano dura había cerrado su boca en el momento en que subía a ella la frase sagrada y se agolpaba el divino fluido, se cuajaba en los resquicios de los lagrimales, sin que los párpados pudiesen tragarlo. Por entre ellas -pisoteé sus gritos y sus protestas- llegué a tapar con mis labios los ojos que no podían cerrarse. Ellas hubieran querido tener que defenderla y su despecho se disfrazaba de escándalo. Hasta lo último mi mirada las persiguió, maldiciéndolas. 

Después, qué combate en Chinina, qué convalecencia la suya de aquella lucha. Frágil como nunca, temblaba de miedo de perder su secreto, y de impaciencia. Sólo se vio calmada al dar la vida a nuestra hijita. Aquel definitivo desprendimiento la fortificó al dejar en sus manos lo que escapaba de ella. 

Nuestra hija templó el diálogo febril, fue el apacible punto de excursión adonde escapábamos de nosotros mismos. Fue aire, ventana que ventiló nuestra interioridad, sin el áspero contraste de lo externo. Renovó nuestra atmósfera con nuestro propio aliento. Ella, midiéndole, aligeró nuestro tiempo. El tiempo sin tiempo de nuestras miradas se fragmentó al desenlazarlas para abarcar a ella. Y pasó insensible en ese juego de mirar a una y mirar a otra, diez años. Entonces, mi juego también fue cambiar de una a otra cabeza la rubia peina que habitaba en el pelo de Chinina. La arrancaba de allí, clara flor de su oscura mata de pelo, y, al transplantarla, se escurría a lo largo de los bucles, sueltos. Sólo se prendía en la fosca copa arbórea de Chinina; allí brillaba, destacaba, como alegre expansión interrumpiendo el grave silencio. 

Que éste fuera la más directa herencia de nuestra hija era lo único que nos abrumaba. Porque en Chinina, el silencio era como oscuro abrigo donde su ameno y risueño cuerpo se envolvía. Chinina, que era toda notas, se contenía en su silencio como en el vidrio el aroma. Pero los dos temblábamos por nuestra hija, viéndola prescindir de su palabra. Temíamos que se anulase algo en ella, como un miembro que no se usa. La interrogábamos continuamente, para convencernos de que aún sonaba su voz. Y ella nos contestaba asomándose desde su silencio, donde la veíamos discurrir, como un pez en su medio. Lo que nunca pudimos imaginar es que fuera de ella pudiese haber algo donde encontrase continuado su elemento. Creíamos que era preciso distraerla; pero ella atraía, concentraba todo, y cuanto más contacto con las cosas tenía, más denso se hacía su silencio, poblado de algo, sin duda, de lo que ella se alimentaba. Cuántas noches abandonaba en la mesa su cubierto con impaciencia, como si la esperase una urgente tarea nocturna, y aunque tenía el sello inconfundible del insomnio, no se quejaba de él, no habiendo en el suyo, como en todo desvelo infantil, la asechanza del miedo. Seguros de que tampoco padecía precoces inquietudes de muchacha, nos aterraba sentir que el verdadero carácter de sus cavilaciones era el de la fría meditación de un sabio. Chinina decía siempre: ¿qué puede saber ella, qué puede haber oído que la hace pensar tanto? Y ella no había oído nada. Esto fue; no había oído nada, porque Chinina no decía nada. Pero era. Así tenía una noción de todo, tan profunda, tan directa, sin una fórmula interpuesta entre ella y el ser, sino al contrario, con la enorme lente de nuestra trascendencia ante todo secreto. Ella recorría todas nuestras estancias oscuras, con la seguridad que el pequeño búho sigue el vuelo de sus padres. 

Tropezamos con su secreto y lo dejamos escapar por no querer creerlo. Ella no había pensado en confesarlo; se había acomodado al más peligroso paraje. Se escapaba al silencio y allí jugaba y se nos escabullía, terreno inaccesible a la vigilancia. Era como un jardín donde la buscábamos y nos perdíamos en sus encrucijadas; pero, al encontrarla, todo desaparecía, para que no pudiése­mos saber de dónde venía, por qué caminos había correteado. Su alma, irremediablemente, se iba haciendo sombra, o, más bien, luz dentro de la sombra. Nuestra ciudad, al mismo tiempo, se llenaba de aquellos pálidos acuarios, que eran como agujeros en la vida, no a la mansión de la ánimas, dulces, disecadas flores de preté­rito, sino al hervidero de las imágenes, de todo lo bullente, de todo lo que en silencio fraguaba su vitalidad, para un día saltar e invadirnos. Y la dejábamos acercarse a ellos, porque en un principio no parecían temibles. La barraca atraía con su alegre órgano, y era tentador entrar a ver el nuevo invento. La ciencia moderna tenía allí su guarida de hechicera. No pudimos defenderla. Cuando la sacábamos de su mundo al nuestro, después de una pesca tenaz, la encontrábamos inadaptada y la soltábamos otra vez, por no anularla, por no verla deshacerse con nuestro contacto. Entonces nuestro tormento fue un complejo de rencor y de esperanza, como debe ser en los que creen que sus muertos les siguen por la sombra, y viven escarbando en ella con los ojos. Esperar de la fuerza que nos la robaba, humildemente, suplicantes y no atrevernos a abominar, porque sólo en ello veíamos posible su realización. Prometida a un destino que odiábamos, el vestido nuevo, la línea con que señalábamos en la pared su estatura el día de su cumpleaños, llegaron a ser puntos restados a nuestra propiedad. Durante años miramos el tiempo, sabiendo que en determinado momento se arrojaría en su corriente y no nos quedaría más que la clemencia de los dioses. 

Cuando, por fin, la vimos aparecer en la pantalla, sentimos que sólo dejando nuestras vidas podríamos seguirla. Y la teníamos entre nosotros, apretábamos sus manos; pero ella las había abandonado, las olvidaba, hasta hacernos pensar si su calor sería sólo el reflejo de las nuestras y habría volado su alma con todo su dinamismo a aquel espectro que se proyectaba por encima de nosotros, lejos, fuera de nuestro tiempo, aunque veíamos su principio. Como en esa escalera que tanto se sueña doblándose en perfecto zig zag sobre ella misma, y en la que cada tramo arranca del siguiente y le sirve de techo escalonado por la cara inaccesible. Su plano estaba regido por una ley de equilibrio imposible en el nuestro, y era inútil intentar el riesgo. Cuántas veces pensé que era falta de mi decisión aquella distancia y creí sentir el aliento preciso para ir a buscarla; pero me faltaba guía, no me servía de nada toda la ciencia topográfica que ha delimitado una laguna y ciertos círculos, con sus ángeles guardianes y sus letreros indicadores; fácil camino hacia as sombras, en el que al avanzar se las va hallando menos temibles, purgadas, esterilizadas, dispuestas a hacernos sitio en el gran banco del pasado, a incluirnos en él con cortés acogida. En cambio, ¡cómo forzar la puerta! Su silencio defendía la labor de su alma como la puerta de la cabina aísla al operador. Algo dentro se movía, maniobraba con luz. Un gesto a veces, una actitud de su mano, era una rendija luminosa; pero, para mirar al foco, era preci­so volver la espalda a la proyección; así, para verla centrífuga, proyectada siempre lejos de sí misma, era preciso no mirarla. Acaso su mirada era lo que nos hacía huir, salvar nuestro cuerpo como ante una avalancha. Inútil intentar entrar por la puerta de donde todo sale. Con terminante crueldad se nos aislaba, se nos incomunicaba con gesto definitivo. Poco a poco nos recluimos otra vez, nos sostuvimos uno en otro. Nuestras mentes repasaron la fidelidad mutua, como una superficie impecable, sin un obstáculo en su continuidad. Hubiera sido imposible en aquella clara ruta nuestra semejante extravío, ¿a qué abismo no hubiera yo bajado por Chinina?, ya que si ella hubiese llegado a escapar no hubiera ido más allá de donde yo pudiese ir a buscarla. Nos refugiamos en el rememorar, deteniéndonos en nuestras consonancias, deleitándonos en nuestro recinto, del que nuestra hija mergía como caprichoso remate irregular; como ese moño arbitrario con que el arte barroco termina sus conjuntos, que es algo así como ramas arrancadas de todos los ritmos, reunidas en ramo empenachado sin solución de continuidad. Así ella parecía haber rebuscado en nuestra estética y haber aglomerado en el ramo informulable de su mímica las genialidades de su elección. A veces, creíamos llegar a descifrar equivalencias con las que esperábamos componer una clave; pero todo cambiaba con demasiada velocidad para nuestra atención. Veíamos la vida volcándose en la pantalla, y las imágenes caían por el chorro de luz saltando estrelladas como pompas. Nunca pudimos distinguir el juego de la lucha. A un tiempo llovían las más desgarradas muecas y las más plácidas risas. El cielo culebreaba de balas como cohetes, que hacían de la noche verbena de explosiones. A veces se cortaba la cinta, y un momento de silencio ciego era como una irrupción de la muerte. Al reanudarse, corrían primaverales arroyos de lágrimas que se secaban con los rayos de su propio brillo. Pasaron las más increíbles, las más disformes fisonomías de años, como jamás quisiéramos haberlas visto. Nuestros ojos se mancharon de su tragedia indeleblemente, para que no olvidemos jamás nuestra culpabilidad de testigos. De tal modo nuestras almas fueron turbadas por ellas que rehusaban después todo naciente optimismo, temían que cesase el vértigo y fuera preciso enfrontar su recuerdo. Y así fue. El turbión empezó a remansarse en cauces definidos y el descenso de la temperatura produjo un brusco deshojarse de todo. Se hicieron visibles los esqueletos, y aun sobre estos mismos se precipitaron los podadores. Fue una feroz manía de cortar, de rematar lo muerto, como dudando de la eficacia de la Definitiva. Hasta lo viviente empezó a expandirse con mesura. En el parco vocabulario de nuestra hija, la palabra forma perdió su plural. Ante su espejo fue recortando hasta dejar en un puro esquema su indumento, y hubiera recortado toda sinuosidad de su cuerpo como exceso inadaptable a la forma preconcebida. De la pantalla empezó a huir el paisaje; las perspectivas quedaron encerradas en los duros trazados urbanos. Sentimos algo, como el terror de la guillotina, cuando supimos que ya nunca la nueva estética consentiría que ondease en el fondo de un film la blanda cabellera del Vesubio. Y yo afrontaba aquellas inevitables privaciones; pero Chinina se resentía de ellas. Aunque la engañaba con falsa esperanza, la amargura se condensaba en su corazón cuando veía que nuestra hija miraba con desprecio aquel desenvolvimiento suyo que la acercaba a la madre. La tristeza llegó a tener en su cara, como en la de Niobé, la expresión de cien dolores superpuestos. Cada decisión de nuestra hija la mataba una hija. 

Temíamos de ella y por ella. El día decisivo, al sentir como a diario el portazo de su marcha, nuestro temor no se fue con ella, sino al contrario, se concentró en nosotros presintiendo que estaba muy cerca la amenaza. En su cuarto se sentía la presencia sin aliento de algo muerto; pero sin sangre, el grito no escapaba, falto de su incitación. En el cajón, desparramados como monedas incontables, se anillaban sus cabellos cortados. 
Tan imposible como volver a atarlos fue sujetar las mil arterias sentimentales por donde el alma de Chinina se disipaba. En sus lágrimas, inevitablemente, se escapó el último jugo de su vida. No pude contener la herida, huía de sí misma por todas sus raíces. Su cuerpo se endureció entre mis brazos, como un ramaje exhausto, definitivamente desangrado. 
Ahora busco a mi hija, con mi rencor y mi ternura; porque ¿dónde sino en ella puedo ponerlos? Pero de tanto encontrarla ya no la conozco. Sus piernas suben ante mí cien veces a los estribos; todos los estudiantes llevan su bufanda, y la música que ella silbaba suena en todas las calles. Al acercarse su imagen, el odio grita en mi alma su alerta, y cuando pasa, mi corazón querría irse con ella. Pero no le dejo, y como un perro se ahorca en su cadena.

Rosa Chacel

*Tomado de: http://bvh-textos.blogspot.com.co/2010/12/chinina-migone-cuento-rosa-chacel.html

13 feb 2016

Concierto - performativo: Metamorphosen





Como lo dice el book del concierto Metamorphosen, no sólo es música expresada a través del piano, sino es una manifestación sonora y visual de "técnicas extendidas del instrumento" donde se crean paisajes sonoros e imágenes desarrolladas en vivo. Este proyecto y muestra encabezada por la Fundación Serendipia y el Museo Nacional de Colombia, fue la oportunidad de conocer el trabajo de Pablo Paolo Killian y Melanie Bleckert (Metamorphosen) y el pianista caleño Jorge Eduardo García.

La apertura que estuvo a cargo de García, quien improvisó en su piano a partir de dos cortometrajes, el primero hecho en Alemania (Stilleben- Naturaleza Muerta de Faezed Nikoozad) y el segundo llamado Velociudad realizado en Bogotá hecho en conjunto por Aron Sekelij, Faezed Nikoozad, Hannah Sieben y Stefan Wagner) , como parte del proyecto, un ejercicio propio de los inicios del cine, y todo un esfuerzo compositivo del pianista colombiano radicado en Austria. Y Metamorphosen, fue una mezcla del piano de Killian junto a Melanie Bleckert, quien iba generando una especie de "action painting" en un soporte de agua, pinturas y la expresividad misma que se traducía de las notas del pianista alemán. 

Un trabajo realmente interesante y expresivo en todos sus sentidos, donde la música minimalista, la creación en vivo y el intercambio cultural, fueron protagonistas.  

Info+  


8 feb 2016

Carol (Invitación Promocional)


                                       "El amor sólo se da entre personas virtuosas"
                                                                                               Aristóteles


Gracias a la Revista Cultural Sono, tuvimos la oportunidad de ver otra de las películas nominada a los premios Oscar y una de las favoritas de la crítica, presentada mundialmente en Cannes.  Carol es la segunda película que reseñamos del director estadounidense Todd Haynes, uno de los representantes del llamado new queer cinema y del cine Independiente americano; director habitual de festivales y de los premios Oscar, por sus elegantes pero arriesgadas puestas en escena, que tienen como protagonistas no sólo el amor entre personas del mismo sexo sino todo un ideario del posmodernismo narrativo, cultural y sexual, que se hacen presentes en sus personajes, historias e ideas. Este semiólogo y estudiante de Arte, siempre ha puesto estos elementos en sus películas, cargadas de simbolismo, una pausada narrativa y complejos personajes, ajenos a su época, cultura o simple y sencillamente, a la sociedad que los rodea, en cierta forma unos outsiders  en busca de su propia identidad. 


Con guión de la dramaturga y también cineasta Phyllis Nagy, que adapta el libro Price of Salt de Patricia Highsmith, novela que narra el amor entre dos mujeres en el conservador Nueva York de los años 50. Historia que tiene elementos autobiográficos de la propia Highsmith, que se representan en una joven aspirante a fotógrafa pero dependiente en una tienda departamental en Manhattan, Therese Belivet (Rooney Mara), no sólo sueña con una vida mejor sino en poder mostrar todas sus capacidades, y esto cambia, cuando conoce a la elegante y segura Carol Aird (Cate Blanchett),una seductora mujer atrapada en un matrimonio sin amor; la conexión entre estas mujeres, se hará cada vez más fuerte, y la protección y amistad se convertirá en un romance que estará más allá de las convenciones de la época y de las mismas complejidades de cada una de éstas.

Con un ritmo pausado, y con un acertado flashback, como parte de la narración, la película se va desarrollando entre el momento en el que se conocen Therese y Carol, y cuando cada una ha logrado desligarse de su pasado, de sus limitaciones. Sobria en su dramaturgia, es igualmente un guión inteligente no sólo como historia sino en sus mismas conexiones estructurales; además de guardar cierta relación con otras obras del mismo director, principalmente su Far from Heaven.


Con fotografía de Edward Lachman, asociado principalmente al cine independiente americano y operador habitual de Haynes; que como sucede en su obra, la sobriedad, los pequeños detalles, son los que hacen la diferencia, por sus composiciones, y esos halos de luz o color que transgreden esa misma sobriedad; como aparece en alguna entrevista, la fotografía tiene como referente el trabajo de Saul Leiter, y posiblemente, de forma inconsciente al de Vivian Maier; igualmente no podemos olvidar que es una película realizada en super 16 mm, y que también  trata de emular todo ese mundo de inicios de los años 50. Aunque la música de Carter Burwell es destacable, también se debe anotar que tiene una obvia influencia de Phillip Glass, recordando la banda sonora de una película como Las horas, aún así, es un trabajo que narrativa como sentimentalmente funcionan desde lo musical.

Con un notable Diseño de Producción por parte de Heather Loeffler y Judy Becker, nominadas en esta categoría, no sólo por la obvia referencia a la época sino por la misma adaptación de la misma, por la sobriedad y elegancia que se traduce en cada uno de los componentes de este proceso, y no se puede dejar de lado el trabajo Affonso Goncalves, que arma una delicada pieza de montaje, que si bien es básica en su tiempo narrativo, está marcado por sutiles saltos y detalles, que estructuran aún mejor este trabajo.

   

Pero todo lo anterior complementa las actuaciones de la siempre elegante y segura Cate Blanchet, y de la tímida Rooney Mara; si bien, es una película de silencios y de diálogos concisos, son las expresiones, las miradas y lo íntimo, lo que más destaca en las interpretaciones de estas actrices, que no sólo se contraponen en su personalidad, sino en su mismo aspecto; igualmente, la sutileza de su relación, de su expresión amorosa, además del drama de su entorno, está muy bien retratado y pensado por el director, que además de la labor técnica, deja que estas mujeres, afiancen y expresen sus cualidades en secuencias largas,  donde el dramatismo es asumido por éstas. No cabe duda, que Haynes, logra establecer en su puesta en escena, un "escenario" ideal para este tipo de personajes.

Un trabajo de gran factura tanto visual como narrativa, de excelentes actuaciones, y con esa sutileza que ha marcado la obra de este director, que en sus "espacios vacíos", en su narrativa no directa, expresa de la mejor manera los sentimientos de los personajes, todo ésto, configurando una serie de situaciones que con la fragilidad de lo mínimo, del detalle crea las tensiones y los puntos de giro de sus historias que se alejan de lo evidente para pasar a lo expresivo, a ese "detrás de", que parece ser el mundo ideal de este director. Una obra absolutamente recomendable, que tiene su mayor fortaleza en las actuaciones de   Mara/Blanchet, y en la lucidez de esta historias de amor.

Zoom in: Nominada en diversos festivales, Oscar incluido, por mejor actriz secundaria, fotografía, diseño de producción y película. Presentada en Cannes, donde fue nominada a la Palma de Oro y la Palma Queer.

Montaje Paralelo: Far from Heaven (2002) - Las horas (2002)