El plano secuencia, es posiblemente una de las técnicas y procedimientos más complejos del cine, no sólo por lo que implica a nivel de puesta en escena, sino como construcción narrativa; en un plano secuencia, fallar no es repetir un fragmento, sino volver a hacer la película; porque son muchos factores y planificaciones, que se pueden venir al piso, porque lo mínimo puede fallar, ya que el control de la obra está en el tiempo y en los recursos técnicos del mismo. En la historia del cine, nos hemos encontrado con algunos ejemplos, o con directores que sienten afinidad a este concepto, ya sea como componente narrativo, ideológico o para acercarse a ese tiempo real que puede emular una cámara que se desplaza libremente por un escenario; hasta hace un par de años, los ejemplos se podían contar con los dedos de las manos; sin embargo, con la tecnología y digitalización, no sólo se ha hecho más efectivo, sino que se han abierto más posibilidades, en algunos casos, entrando en discusión: cuál es su verdadera naturaleza; cabe recordar ejemplos como Birdman de Iñarritu o el plano secuencia de El secreto de sus ojos (2009), en el que lo digital falseaba tal concepto. Pero polémicas aparte, el plano-secuencias como estructura narrativa, se ha convertido en los últimos años en un gran experimento tanto para directores noveles como para cinematografías como la latinoamericana, en la que si bien un plano secuencial puede resultar mucho más costoso - por la repetición y ensayo-, las cámaras más pequeñas, portables y otras formas de producción, parecen entrar en el funcionamiento lógico de algunos cineastas; esto lo pudimos ver en dos largometrajes latinoamericanos, que extrañamente, sin compartir geografía si lo hacen desde otro factores: ópera prima de estos directores, basada en una historia real y dos secuencias sin cortes, en el que el horror y el miedo son retratados, no necesariamente desde un concepto sobrenatural, sino desde la peor cara de la naturaleza humana.
Para el caso, seleccionamos o mejor nos encontramos con estos dos trabajos latinoamericanos, uno uruguayo y el otro colombiano, que infortunadamente comparten dos terribles casos de violencia y miedo, eso sí cada una en su estilo y género, con las particularidades que los directores le quisieron imprimir.
La casa Muda (2010)
El primer largometraje del uruguayo Gustavo Hernández, se volvió un hito comercial para su país, y una obra que con su modesto presupuesto, participó en los más diversos festivales, siendo distinguida por sus componentes técnicos y mezcla de géneros. La historia basada en un hecho real en los años 40, asume el disfraz del género de terror para contarnos esta mezcla de leyenda urbana, caso de violencia sexual e incesto, como el miedo psicológico que despiertan las casas alejadas - propio del subgénero de las Haunted House-, oscuras y deshabitadas.
El plano - secuencia
A excepción de la parte final - casi que unos postcréditos-, la película es enteramente un plano sin cortes, donde los jumpscares, fotografía y sombras contrastadas así como los sonidos terroríficos, acompañan a una cámara que se vuelve testigo del miedo de la protagonista. Técnicamente es una gran obra, que logra asustar o por lo menos inquietar, pero que infortunadamente se queda corta en sus narrativa e historia, y el clímax, rompe con todo lo planteado desde el inicio. Eso sí, hay que reconocerle que el trabajo de cámara - una D5 de Canon- y el tránsito por la casa no sólo es efectivo, sino lo que mejor de desarrolla en este trabajo, que tuvo remake estadounidense y aplausos dentro lo genérico.
PVC-1 (2007)
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