De la ley de Mariotte, que la trompa de Eustaquio no pudo disputar al nervio acústico en Beethoven, nacía humanamente, llave a llave la Novena Sinfónica. A su turno, los cinco automóviles de lujo de Charles Chaplin, multimillonario y gentleman, conducen al porvenir al más desheredado y absurdo de los hombres, vestido de quince sombreros hongo, cinco trajes ajenos, siete pares de godillots y cuatro cañas mágicas… Así Charles Chaplin engendra a Charlot, en el soberbio film La quimera de oro. Bellas son pues, las cartas perdidas, y humildes son, en secreto, las fachadas de los grandes rascacielos.
He aquí, en esta película, a Charles Chaplin, gentleman y multimillonario, rascándose las ingles de Charlot mendigo y comido de grandes piojos dignos. Chaplin, sumo poeta de la miseria humana, pasa por la película de espaldas a sus dólares. Un avatar del arte le ha hecho pobre de ellos, grande de ellos. El actor aquí, como en ninguna otra de sus películas, es absorbido totalmente por el personaje. Buenas noches, señor Pirandello… Allí tiene usted a “Bill”, el perro blanco de Chaplin, aullando ante la reja del dressing room en espera de su amo. Charlot acaba de salir y se encamina, mochila al hombro, en pos del oro de Alaska. “Bill”, que no ha reconocido en Charlot a Chaplin, esperará a éste ante la reja un año entero al cabo del cual toma el peregrino al dressing room, se viste millonario y sale reencarnado en el amo del mastín. “Bill” le lame los guantes interinos, reconociéndole alegremente… Tal la filmación de La quimera de oro, la obra de mayor anchura estética de Chaplin. ¡Buenos días, señor Unamuno!
Esta película formula la mejor requisitoria de justicia social de que ha sido capaz hasta ahora el arte d’après-guerre. La quimera de oro es una sublime llamarada de inquietud política, una gran queja económica de la vida, un alegato desgarrador contra la injusticia social. Los europeos de fines del siglo pasado, que el escepticismo literario y el materialismo científico no pudieron ganar para la vida, pasan por este film formando una tormentoso friso de miseria, de codicia y de desesperación. Son los heraldos de la revolución rusa. Entre ellos hay uno, el más dolido, el más inadaptado a la lógica convencional y veleidoso de los hombres, cuya desolación económica lanza allí bramidos escalofriantes.
Chaplin se muestra en esta obra como un comunista rojo o integral. Más aún, Chaplin se muestra allí como un puro y supremo creador de nuevos y más humanos instintos políticos y sociales. Si así no se le ha comprendido aún, la historia lo dirá.
“En Rusia –ha declarado el propio Chaplin– se sale de estas representaciones con los ojos húmedos de llanto pues allí se me considera como un intérprete de la vida real. En Alemania, se me ve desde el punto de vista intelectual. En Inglaterra, desde el punto de vista clownesco. En Francia, como cómico de comedia. Yo no creo ser nada de esto. Yo soy, más bien, un trágico”.
Un trágico en nuestros días está forzosamente entrañado al dolor económico y social. Los Estados Unidos, por su parte, no han percibido ni de lejos el espíritu profunda y tácitamente revolucionario de The Gold Rush. Miento. De modo subconsciente, acaso, los yanquis se han unido a Lita Grey para apedrear a Chaplin, como apedrearon los otros filisteos a Nuestro Señor, inconscientes también del sentido histórico de su odio.
Así, pues, sin protesta barata contra subprefectos ni ministros; sin pronunciar siquiera la palabra “burgués” y “explotación”; sin adagios ni moralejas políticas; sin mesianismos para niños, Charles Chaplin, millonario y gentleman, ha creado una obra maravillosa de revolución. Tal es el papel del creador.
Con los años, ya se sacará de La quimera de oro insospechados programas políticos y doctrinas económicas. Esa será obra de los artistas segundones y repetidores, de los propagandistas, de los profesores universitarios y de los candidatos al gobierno de los pueblos.
*en Mundial (Nº 404), 9 de marzo, 1928
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