Crisis de Identidades
Por Román Gubern
Uno de los ejes clásicos del debate en torno al cine de
vanguardia ha girado en torno a su identidad específica y, en consecuencia, a
su delimitación o acotación. De las vanguardias históricas ha podido afirmarse
que eran derivaciones o prolongaciones de movimientos vanguardistas surgidos
fuera del ámbito cinematográfico, tales como el cubismo, el futurismo, el
dadaísmo y el surrealismo, pero esta fórmula no ha resultado enteramente
satisfactoria. Un buen número de historiadores cinematográficos -como Jean Mitry,
Georges Sadoul, Henri Langlois, Ado Kyrou y Patrick de Haas, por ejemplo-
concuerdan en que el cine de vanguardia nació con el cortometraje La
folie du Dr. Tube (1915),
de Abel Gance, en razón de las deformaciones ópticas que permiten el aparato
que el sabio protagonista ha inventado. Sólo con muy buena voluntad puede
adscribirse este breve ensayo a los postulados futuristas y, de hecho, no
recuerdo que ningún futurista militante lo haya reivindicado para su escuela,
si bien es cierto que tuvo escasísima difusión en su época. En realidad, a lo
que más se acerca La folie du Dr. Tube,
con su sabio de aspecto clownesco, es a los divertimentos de magia del pionero
Georges Mélies, a quien nadie ha reivindicado como vanguardista, a menos que
incluyamos abusivamente la categoría de “innovación técnica" en el acervo
de las vanguardias (y ahí cabrían Murnau y Orson Welles, por ejemplo).
Por consiguiente, en el cine de vanguardia anterior a 1930
habría que distinguir entre una vanguardia canónica, derivada o asociada a las
vanguardias extracinematográficas que precedieron a cada uno de sus rebotes en
las pantallas, de las vanguardias difusas, por utilizar un término que la fuzzy
logic (lógica difusa)
ha puesto de moda entre los científicos. Las vanguardias difusas estarían
caracterizadas por su relativa autonomía en relación con las matrices canónicas
del cubismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc. Y esta relatividad
describiría un amplísimo arco. Así, los maravillosos decorados cubistas y de
art-déco (de Fernand Léger, Mallet Stevens y Claude Autant-Lara) que ornamentan
una película tan convencional como L’Inhumaine (1924), de Marcel L’Herbier, colocan a
esta película en una franja difusa, con elementos vanguardistas conviviendo con
elementos tradicionales. Y lo mismo puede decirse de La
rueda (La roue,
1923), de Abel Gance, en donde el brillante ejercicio rítmico de la chanson du
rail -derivada de las experiencias del cine abstracto- convive con un melodrama
apolillado. Y con esta lógica llegaríamos hasta los destellos vanguardistas
incrustados en el Octubre (Oktjabr, 1927), de Eisenstein (quien
bebió en el futurismo), y hasta el Embrujo (1947), de nuestro Carlos Serrano de
Osma. Un caso particular lo ofrece el cine expresionista alemán, nacido en 1919
de la pintura y el teatro expresionistas de anteguerra, pero cuya deriva
narrativa y figurativa fue excesivamente débil -sobre todo tras la cinta
inaugural de Robert Wiene- para insertarse de pleno derecho en el cine de
vanguardia reconocido como tal. Y lo mismo podría decirse del impresionismo
poemático de un Alberto Cavalcanti (Rien
que les heures, 1926) o de Walter Ruttmann (Berlin, eine Symphoine einer
Grosstadt, 1927).
Hemos dado por supuesto que en el concepto de vanguardias
canónicas (derivadas del cubismo, futurismo, dadaísmo y surrealismo) no existen
fricciones ni controversias. Nada más falso. Es difícil sostener seriamente que
las películas llamadas “futuristas" de Anton-Giulio Bragaglia, como Perfido
incanto (1916), sean
verdaderamente futuristas, por mucho empeño y talento que pusiese su
escenógrafo, Enrico Prampolini. Y el debate en torno de cuáles son las
películas surrealistas “legítimas" -algunos las reducen a La
coquille et le clergyman (1927)
de Germaine Dulac y a los dos primeros films de Buñuel- es un debate no
clausurado, aunque pronto hubo consenso en rechazar como “falso
surrealista" a Jean Cocteau. ¿Es legítimo seguir calificando como
surrealista El ángel exterminador oSimón
del desierto, del patriarca del surrealismo cinematográfico?. Alain
Robbe-Grillet me contó cómo Alain Resnais invitó ilusionado a André Breton a
una proyección privada de El año pasado en Marienbad(L’année
derniére ˆ Marienbad, 1961), en la convicción de que había hecho una película
surrealista, pero Breton se marchó de la proyección dando un portazo.
Tampoco han resultado demasiado útiles los paradigmas
disyuntivos figurativo/afigurativo y narrativo/anarrativo, por mucho que los
segundos términos constituyan evidentes transgresiones del famoso -y
teóricamente poco productivo- Modo de Representación Institucional propuesto
por Burch. El cine afigurativo, iniciado por Viking Eggeling y Hans Richter,
derivó claramente de la pintura llamada “abstracta" cultivada en el seno
de la impugnación dadaísta. Richter ha explicado muy claramente sus orígenes y
ambiciones en sus textos teóricos e históricos. Pero insertos afigurativos
figuran en muchas películas convencionales (o no vanguardistas), desde Metrópolis (1926) de Fritz Lang hasta La
dama de Shangai (The
Lady from Shanghai, 1947), de Orson Welles. Y el concepto de narratividad es
aún menos operativo, como prueban las numerosas lecturas narrativas que ha
generado una película tan canónicamente vanguardista como Un
perro andaluz (Un
Chien andalou, 1929), de Luis Buñuel. Algunos psicólogos sostienen que la
secuencialidad de nuestro pensamiento nos impide escapar de la prisión de la
narratividad. Cualquier discurso puede ser leído e investido en clave
narrativa, mediante operaciones mentales de asociación e inferencia, que
tienden puentes entre sus partes aparentemente inconexas y les otorgan una
lógica narrativa (subjetiva), aunque constituyan lógicas distintas para cada
lector.
Estas confusiones conceptuales se amplificaron en los años
sesenta, cuando el despegue del cine underground en Estados Unidos quiso
reanudar las experiencias y los discursos generados en las vanguardias europeas
de los años veinte, que habían tenido poco arraigo en aquel país, si se
exceptúan los trabajos tardosurrealistas de Maya Deren en los años cuarenta y la
rareza que supuso el reencuentro de cinco exiliados (Richter, Léger, Duchamp,
Max Ernst y Man Ray) en Dreams that Money Can Buy (1944-47), un film que he comentado en
otro lugar. Aparte de los recién citados, la obra
de Jean Cocteau -satanizada por los surrealistas ortodoxos- fue muy influyente
en el underground norteamericano, como ha reconocido Kenneth Anger, por
ejemplo, autor de una obra de nítida coloración homosexual. El caso de Andy
Warhol y de su factory demostró que esta producción periférica podía escapar a
la exhibición en catacumbas para iniciados, convertirse en una rentable moda
cultural -amplificada por cierta prensa especializada- y hasta generar un
star-system propio, lo que parece una contradicción ontológica. En España
tuvimos en los años sesenta un ejemplo local de esta voluntad de ruptura
colectiva con la Escuela de Barcelona que, además de la trayectoria muy
diferenciada de cada uno de sus miembros, no invocó raíces en ningún movimiento
vanguardista específico del pasado. Su destino, no hace falta recordarlo,
no fue tan exitoso como el de Andy Warhol y sus amigos.
De manera que si las vanguardias históricas estaban sujetas a
una cierta adscripción canónica en relación con unos modelos anteriores y
exteriores a su formulación cinematográfica, en las vanguardias de los años
sesenta se prescindió olímpicamente de estas filiaciones matriciales, aunque no
tardaron en aparecer otras tendencias y denominaciones nuevas, como la closed
eye vision (traducida
a veces como “visión interior") de Stan Brakhage, el “cine
estructural" o la corriente “conceptual", que se manifestaría sobre
todo en el campo del videoarte, una nueva rama (electrónica) de la maraña
vanguardista audiovisual, que demostraba la coexistencia de una pluralidad de
dialectos artísticos en su seno.
Por
otra parte, la contaminación producida por las experiencias vanguardistas fue
evidente en muchos cineastas del cine dominante (el mainstream cinema) desde los
años sesenta, con ejemplos tan obvios como Jean-Luc Godard, el citado Alain
Resnais o Dusan Makavejev. En líneas generales, algunos cineastas de los
“nuevos cines" que estallaron en los años sesenta en el mundo fueron
receptivos a las irradiaciones vanguardistas, como demostraron las obras de
Glauber Rocha o Alexander Kluge.
Todavía hay que añadir a esta somera exposición que el cine de
vanguardia puede ser analizado desde dos puntos de vista científicamente
legítimos y no necesariamente coincidentes: puede ser considerado como
categoría estética o como corriente histórica, es decir, como objeto cultural o
como tendencia orgánica colectiva. Desde una perspectiva afín a la semiótica,
es posible postular que los dos polos de focalización de las prácticas vanguardistas
radicaron en el plano del significante, plasmado en la exploración técnica y
formal fuera de los códigos y convenciones establecidas, o en el plano del
significado, como propuesta de subversión ideológica. Pero con frecuencia ambas
aspiraciones aparecieron asociadas, pues la transgresión estética o formal en
el plano del significante era a veces consecuencia derivada de la novedad
ideológica radical del segundo, como en los casos notorios del dadaísmo, del
surrealismo y del constructivismo soviético. En estos casos, una ideología
revolucionaria, que pretendía cambiar la realidad social, modelizaba unas
formas que rompían violentamente con la tradición estética. Pero no era este el
caso del cubismo, del suprematismo, del fauvismo y del orfismo, por ejemplo.
Esta caracterización también resulta bastante aplicable al cine, aunque con
matices, y entre las películas que más explícitamente aspiraron a una
“intervención social" radical figuraron L’age d’or, de
Buñuel -que, efectivamente, fue prohibida por las autoridades francesas-, y
algunas obras de Dziga Vertov. Pero este no era el caso, obviamente, de las de
Man Ray, Fernand Léger o Marcel Duchamp.
*web: http://www.romangubern.com/
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