Introducción
¿Pueden y deben la práctica de la fotografía y la significación de la imagen fotográfica proporcionar material para la sociología? La reflexión weberiana ha consagrado la idea de que el valor de un objeto de investigación depende de los intereses del investigador. Ese relativismo desencantador deja subsistir al menos la ilusión de que hay un encuentro selectivo entre el investigador y su objeto. De hecho, las técnicas más rudimentarias de la sociología del conocimiento harían ver que existe, en cada sociedad, a cada momento, una jerarquía de objetos de estudio considerados legítimos. Heredera de una tradición de filosofía política y de acción social, ¿debe abandonar la sociología a otras ciencias el proyecto antropológico? y, tomando por objeto exclusivo el estudio de las condiciones más generales y abstractas de la experiencia y de la acción, ¿puede sumir en el orden de lo insignificante a las conductas que no proponen la evidencia inmediata de su importancia histórica?
Pero no basta hacer la sociología de la sociología para explicar que bajo grandes ambiciones disimula demasiado frecuentemente un inmenso renunciamiento. Es sin duda la misma intención fundamental que aparece cuando la ciencia proscribe ciertos objetos considerados como insignificantes y excluye, con el pretexto de la objetividad, la experiencia de aquellos que la hacen y de aquellos que son su objeto.
Es demasiado fácil desacreditar todos los esfuerzos por reintroducir la experiencia de los agentes en una descripción objetiva, identificando esta exigencia metodológica con las peticiones de principio que algunos defensores de los derechos sagrados de la subjetividad oponen a las ciencias sociales, sin ver que éstas deben a la decisión de “tratar los hechos sociales como cosas”, sus progresos más decisivos.
Por otra parte, es demasiado tentador recusar la idea de la antropología total porque esta idea reguladora está condenada a aparecer como un ideal inaccesible: el punto recula, en efecto, indefinidamente; ese punto a partir del cual el sociólogo podría abrazar, en la unidad de una aprehensión total, las relaciones objetivas que sólo puede captar al precio de una construcción abstracta, y la experiencia en la que esas relaciones arraigan y cobran significado.
El intuicionismo subjetivista que pretende buscar el sentido de la inmediatez de lo vivido, no merecería que nos detuviéramos un solo instante en él, si no sirviera de coartada al objetivismo que se limita a establecer relaciones regulares y a experimentar su significación estadística, sin descifrar en ellas la significación, y que sigue siendo un nominalismo abstracto y formal en la medida en que no aparece como un momento necesario sino prescindible del trabajo científico. Si es cierto que ese subterfugio, tanto por medio del establecimiento de regularidades estadísticas como por la formalización, es el precio que hay que pagar para romper con la familiaridad ingenua y con las ilusiones de la comprensión inmediata, sería negar de la vocación propiamente antropológica, como esfuerzo para reconquistar las significaciones reificadas, el reificar las significaciones, apenas reconquistadas, en la opacidad de la abstracción.
La sociología supone, por su existencia misma, la superación de la oposición ficticia que subjetivistas y objetivistas hacen surgir arbitrariamente. Si la sociología como ciencia objetiva es posible, es porque existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales y, si se quiere, inconscientes (en el sentido de que no se entregan a la simple reflexión) que sólo pueden ser captadas por medio del subterfugio de la observación y la experimentación objetivas; dicho de otro modo, puesto que los sujetos no guardan toda la significación de sus comportamientos como dato inmediato de la conciencia y que sus conductas encierran siempre más sentido que el que puedan saber y querer, es que la sociología no puede ser una ciencia puramente reflexiva que accede a la certidumbre absoluta sólo por el retorno sobre la experiencia subjetiva y que puede ser, al mismo tiempo, una ciencia objetiva de lo objetivo (y de lo subjetivo), es decir una ciencia experimental, siendo la experiencia, como dice Claude Bernard, la “única mediación entre lo objetivo y lo subjetivo”.1
“El experimentador que se encuentra frente a fenómenos naturales —continúa Claude Bernard— se parece a un espectador que observa escenas mudas. De alguna manera es el juez de instrucción de la naturaleza; sólo que, en lugar de tener que ver con hombres que tratan de engañarlo por medio de confesiones mentirosas o de falsos testimonios, tiene que ocuparse de fenómenos naturales que son para él personajes cuyo lenguaje y costumbres ni siquiera conoce y que vive en circunstancias que le son desconocidas, pero cuyas intenciones quiere sin embargo conocer. Para ello emplea todos los medios que están en su poder. Observa sus acciones, su marcha, sus manifestaciones y trata de discernir en todo ello la causa, mediante tentativas diversas llamadas experiencias. Emplea todos los artificios imaginables y, como se dice vulgarmente, hace de mentira verdad y presta a la naturaleza sus propias ideas. Hace suposiciones sobre la causa de los actos que se producen en él y, para saber si la hipótesis que sirve de base a su interpretación es justa, se las arregla para hacer aparecer hechos que, lógicamente, podrían ser la confirmación o la negación de la idea que ha concebido”.2
Esta descripción de los pasos que sigue el experimentador situado frente al mundo natural como el etnólogo frente a una sociedad cuya cultura ignora, vale en sus grandes líneas, para la investigación sociológica. Ya sea que se esfuerce por captar “intenciones” (en el sentido mismo de Claude Bernard, es decir, intenciones objetivas) mediante indicadores objetivos, o bien que, haciendo de mentira verdad, trate de obtener, a través de preguntas indirectas, la respuesta a los interrogantes que se plantea y que los sujetos —llevados a engañarse más que a engañar— pueden contestar únicamente sin saberlo y de manera indirecta, o también, que descifre la significación encerrada en las regularidades que le ofrece la estadística en estado bruto, el sociólogo trabaja para recuperar un sentido objetivado, producto de la objetivación de la subjetividad, que no se ofrece nunca inmediatamente, ni a los que están comprometidos con la práctica ni a quien los observa desde afuera.
Pero, a diferencia de la ciencia de la naturaleza, una antropología total no puede limitarse a una construcción de relaciones objetivas porque la experiencia de las significaciones forma parte de la significación total de la experiencia: la sociología menos sospechosa de subjetivismo recurre a conceptos intermediarios y mediadores entre lo subjetivo y lo objetivo, tales como alienación, actitud o ethos. Le corresponde, en efecto, construir el sistema de relaciones que engloba y el sentido objetivo de las conductas organizadas, según las regularidades mensurables y las relaciones singulares que mantienen los sujetos con las condiciones objetivas de su existencia y con el sentido objetivo de sus conductas, sentido que los posee, en la medida en que están desposeídos de él.
En otras palabras, la descripción de la subjetividad objetivada remite a la de la interiorización de la objetividad. Los tres momentos del proceso científico son, por lo tanto, inseparables: lo vivido inmediato, captado a través de expresiones que velan el sentido objetivo al mismo tiempo que lo develan, remite al análisis de las significaciones objetivas y de las condiciones sociales de posibilidad de esas significaciones, análisis que apela a la construcción de la relación entre los agentes y la significación objetiva de sus conductas.
Basta un ejemplo para convencer de que no se trata de peticiones de principio, sino de una exigencia metodológica que se funda en la teoría. La estadística establece objetivamente el sistema de probabilidades ligadas en forma objetiva a la pertenencia a una categoría social dada, ya se trate de las probabilidades de acceder a un empleo permanente para un subproletariado argelino desprovisto de calificación y de instrucción, o de las de entrar a la facultad de derecho o de medicina para una hija de obreros. Semejante estadística será abstracta e irreal mientras se ignore hasta qué punto esa verdad objetiva (jamás aprehendida directamente como tal) se actualiza en la práctica de los sujetos: aun cuando a primera vista el comportamiento y el discurso parecen desmentir el futuro objetivamente inscrito en las condiciones objetivas, ambos no revelan toda su significación hasta que no se percibe que implican la referencia práctica de ese futuro
De tal modo, los subproletariados pueden forjarse esperanzas mágicas y fantásticas que no contradicen sino aparentemente la verdad objetiva de su condición, puesto que caracterizan la visión del futuro propio de quienes no tienen futuro objetivo; de la misma manera, la hija de obreros o campesinos, de quien la estadística muestra que ha tenido que pagar con su relegamiento a la facultad de letras, su acceso a la enseñanza superior, puede vivir sus estudios como el cumplimiento de una “vocación” plenamente positiva, aunque sus prácticas traicionen, sobre todo en su modalidad, una referencia práctica a la verdad objetiva de su condición y de su futuro.3
Las costumbres de clase no son sino esa experiencia (en su sentido más común) que permite percibir inmediatamente tal esperanza o ambición como razonable o insensata, tal bien de consumo como accesible o inaccesible, tal conducta como conveniente o inconveniente. En una palabra, una antropología total debe culminar en el análisis del proceso según el cual la objetividad arraiga en y por la experiencia subjetiva: debe superar, englobándolo, el momento del objetivismo, y fundarlo en una teoría de la exteriorización de la interioridad y de la interiorización de la exterioridad.
Las cosas suceden entonces como si el alcance oscuro de las condiciones objetivas se extendiera siempre sobre la conciencia: la referencia infraconsciente a los determinismos objetivos forma parte de aquéllos que gravitan sobre la práctica y que siempre deben una parte importante de su eficacia a la complicidad de la subjetividad marcada por su sello y determinada por su dominio. De tal modo, la ciencia de las regularidades objetivas todavía sigue siendo abstracta en la medida en que no engloba a la ciencia del proceso de interiorización de la objetividad que conduce a la constitución de esos sistemas de disposiciones inconscientes y durables que son las costumbres y el ethos de clase; en la medida en que no se trabaja para establecer de qué manera las mil “pequeñas percepciones” cotidianas y de las sanciones convergentes y repetidas del universo económico y social constituyen insensiblemente, desde la infancia y a lo largo de toda la vida, mediante llamados incesantes, ese “inconsciente” que se define paradójicamente como referencia práctica a las condiciones objetivas.
Ya es tiempo de que las ciencias del hombre dejen a la filosofía la alternativa ficticia entre un subjetivismo obstinado en buscar el sitio del surgimiento puro de una acción creadora —irreductible a los determinismos estructurales— y un panestructuralismo objetivista que pretende engendrar directamente las estructuras a partir de ellas, mediante una especie de partenogénesis teórica, y que nunca traduce mejor su verdad que cuando se transforma en un idealismo de las leyes generales de la ideología, ocultando, bajo la exterioridad de una terminología materialista, el rechazo a relacionar las expresiones simbólicas con las condiciones sociales de su producción. El momento del objetivismo metódico, momento inevitable pero todavía abstracto, exige su propia superación: sacrificar a la construcción de relaciones objetivas la construcción de conexiones entre los agentes y esas relaciones objetivas, o ignorar la cuestión de la relación entre esos dos tipos de conexiones, es consagrarse al realismo de la estructura el cual, ocupando el lugar conquistado contra el realismo del elemento, hipostasia los sistemas de relaciones objetivas en totalidades ya construidas fuera de la historia del individuo y del grupo. Recordar que las relaciones objetivas sólo existen y se realizan realmente en y por ese producto de la interiorización de las condiciones objetivas que es ese sistema de disposiciones, no quiere decir que se caiga de nuevo en las ingenuidades de un subjetivismo o de un “personalismo”. Entre el sistema de las regularidades objetivas y el de las conductas directamente observables siempre se interpone una mediación que no es otra cosa que las costumbres, sitio geométrico de los determinismos y de una determinación, de las probabilidades calculables y de las esperanzas vividas, del futuro objetivo y del proyecto subjetivo. De tal manera, los hábitos de clase, entendidos como sistema de disposiciones orgánicas o mentales y de esquemas inconscientes de pensamiento, de percepción y de acción, es lo que hace que los agentes puedan engendrar, con la ilusión bien fundada de la creación de una novedad imprevisible y de la improvisación libre, todos los pensamientos, las percepciones y las acciones conformes a las regularidades objetivas, puesto que él mismo ha sido engendrado en y por las condiciones objetivamente definidas por esas regularidades. Solamente una representación mecanicista de las conexiones entre las relaciones objetivas y los agentes que éstas determinan pueden hacer olvidar que el hábito, producto de los condicionamientos, es la condición de producción de pensamientos, percepciones y acciones que no son ellas mismas producto directo de los condicionamientos, aunque no sean inteligibles una vez producidas, sino a partir del conocimiento de aquéllos o, mejor dicho, del principio productor que éstos.
Podría decirse de la fotografía lo que Hegel decía de la filosofía: “Ningún otro arte, ninguna otra ciencia, está expuesto a ese supremo grado de desprecio según el cual cada uno cree poseerlo enseguida.”4 A diferencia de actividades culturales más exigentes, como el dibujo, la pintura o la práctica de un instrumento musical, a diferencia incluso de la frecuentación de museos o de la asistencia a conciertos, la fotografía no supone ni la cultura transmitida por la escuela, ni por los aprendizajes y el “oficio” que confieren su precio a los consumos y a las prácticas culturales corrientemente consideradas como las más nobles, prohibidas a un recién llegado.5
Nada se opone más directamente a la imagen corriente de la creación artística que la actividad del fotógrafo aficionado, quien a menudo exige a la cámara fotográfica hacer en su lugar el mayor número posible de operaciones, identificando el grado de perfección del aparato que utiliza con su grado de automatismo.6 Sin embargo, aun cuando la producción de la imagen sea enteramente adjudicada al automatismo de la máquina, la toma sigue siendo una elección que involucra valores estéticos y éticos: si, de manera abstracta, la naturaleza y los progresos de la técnica fotográfica hacen que todas las cosas sean objetivamente “fotografiables”, de hecho, en la infinidad teórica de las fotografías técnicamente posibles, cada grupo selecciona una gama finita y definida de sujetos, géneros y composiciones. “El artista —dice Nietzsche— elige sus sujetos: ésa es su manera de alabar.”7 Puesto que es una “elección que alaba”, y que su intención es fijar, es decir solemnizar y eternizar, la fotografía no puede quedar entregada a los azares de la fantasía individual y, por la mediación del ethos —interiorización de regularidades objetivas y corrientes— el grupo subordina esta práctica a la regla colectiva, de modo que la fotografía más insignificante expresa, además de las intenciones explícitas de quien la ha tomado, el sistema de los esquemas de percepción, de pensamiento y de apreciación común a todo un grupo.
Para decirlo de otro modo, al área de lo que para una clase social dada se propone como realmente fotografiable (es decir, el contingente de fotografías “factibles” o “a ser tomadas”, por oposición al universo de realidades que son objetivamente fotografiables teniendo en cuenta las posibilidades técnicas de la cámara) se define por los modelos implícitos que se dejan captar a través de la práctica fotográfica y su producto porque determinan objetivamente el sentido que confiere un grupo al acto fotográfico como promoción ontológica de un objeto percibido como digno de ser fotografiado, es decir, fijado, conservado, mostrado y admirado. Las normas que organizan la captación fotográfica del mundo, según la oposición entre lo fotografiable y lo no-fotografiable, son indisociables del sistema de valores implícitos propios de una clase, de una profesión o de una capilla artística, de la cual la estética fotográfica no es más que un aspecto, aun cuando pretenda, desesperadamente, la autonomía. Comprender adecuadamente una fotografía, ya sea su autor un campesino corso, un pequeñoburgués de Boloña o un profesional parisino, no es solamente recuperar las significaciones que proclama, es decir, en cierta medida, las intenciones explícitas de su autor; es, también, descifrar el excedente de significación que traiciona, en la medida en que participa de la simbólica de una época, de una clase o de un grupo artístico.
Teniendo en cuenta que a diferencia de las actividades artísticas plenamente consagradas, como la pintura o la música, la práctica fotográfica es considerada como accesible a todos —tanto desde el punto de vista técnico como económico— y que quienes se entregan a ella no se sienten condicionados por un sistema de normas explícitas y codificadas, y definiendo la práctica legítima en su objeto, sus ocasiones y su modalidad, el análisis de la significación subjetiva u objetiva de los objetos confieren a la fotografía como práctica o como obra cultural, aparece como un medio privilegiado de en su expresión más auténtica, las estéticas (y las éticas) propias de los diferentes grupos o clases y, particularmente, la “estética” popular que puede, excepcionalmente, ponerse de manifiesto en ella.
En efecto, cuando todo haría esperar que esta actividad sin tradiciones y sin exigencias pudiera abandonarse a la anarquía de la improvisación individual, resulta que nada tiene más reglas y convenciones que la práctica fotográfica y las fotografías de aficionados: las ocasiones de fotografiar, así como los objetos, los lugares y los personajes fotografiados o la composición misma de las imágenes, todo parece obedecer a cánones implícitos que se imponen muy generalmente y que los aficionados advertidos o los estetas perciben como tales, pero solamente para denunciarlos como falta de gusto o de torpezas técnicas. Si en esas fotografías congeladas, de “poses”, engoladas, afectadas, de acuerdo a las reglas de una etiqueta social que toman los fotógrafos de fiestas de familia y de “recuerdos” de vacaciones, no se ha sabido reconocer ese cuerpo de reglas implícitas o explícitas que definen las estéticas, sin duda es porque se ha dejado en suspenso una definición demasiado restringida (y socialmente condicionada) de la legitimidad cultural. Las tareas más triviales se hacen siempre cargo de acciones que no deben nada a la búsqueda pura y simple de la eficacia y las acciones más directamente orientadas hacia fines prácticos pueden dar lugar a juicios estéticos, en la medida en que la forma de lograr los fines perseguidos puede ser siempre objeto de una captación especifica: hay buenas maneras de arar o de podar un cerco, así como hay buenas soluciones matemáticas o buenos ataques en el rugby. De tal modo, la mayor parte de la sociedad podría ser desterrada del universo de la cultura legítima, sin que se le excluyera del universo de la estética.
Aun cuando no obedezcan a la lógica específica de una estética autónoma, los juicios y los comportamientos estéticos se organizan de una manera no menos sistemática, pero a partir de un principio muy diferente, en la medida en que la estética no es sino una dimensión del sistema de valores implícitos, es decir, del ethos, correlativo a la pertenencia de una clase. Lo propio de las artes populares es que subordinan la actividad artística a funciones socialmente fijadas, en tanto que la elaboración de formas “puras”, consideradas por lo general como las más nobles, supone la desaparición de todos los caracteres funcionales y de toda referencia a fines prácticos o éticos. Los estetas que se esfuerzan por liberar a la práctica fotográfica de las funciones sociales a las que la mayoría las subordina —principalmente el registro y el atesoramiento de “recuerdos” de objetos, personas o acontecimientos socialmente calificados de importantes— tratan de que la fotografía sufra una transformación análoga a la que se produjo en la danzas populares como la bourrée o la sarabanda, alemana o corriente, cuando fueron integradas a la forma culta de la suite.8
Una vez que se toma a la fotografía como objeto de estudio sociológico, habría que establecer en primer lugar, en qué forma cada grupo o cada clase ordena y organiza la práctica individual confiriéndole funciones que responden a sus intereses propios; pero no se puede tomar directamente como objeto a los individuos singulares y las relaciones que mantienen con la fotografía como práctica o como objeto de consumo, sin exponerse a caer en la abstracción. Solamente la decisión metodológica de estudiar primero a los grupos reales9 podría dejar percibir (o impedir que se olvidara) el hecho de que la significación y la función que se atribuye a la fotografía están directamente ligadas a la estructura del grupo, a su mayor o menor diferenciación y, sobre todo, a su posición en la estructura social. Así, la relación que mantiene un campesino con la fotografía, en última instancia, es sólo un aspecto de la que tiene con la vida urbana, identificada a la vida moderna, y que se actualiza en la relación vivida directamente con el habitante de la aldea y con el “vacacionista”: si al definir su actitud respecto de la fotografía pone en juego todos los valores que definen al campesino cabal, es porque esa actividad urbana, patrimonio del burgués y del “citadino”, está asociada a un arte de vivir que pone en cuestión el arte de vivir campesino, obligándolo a que se defina explícitamente.10
Además de los interese propios de cada clase, en las actitudes de los individuos respecto a la fotografía se expresan también, indirectamente, las relaciones objetivas, oscuramente sentidas, entre la clase como tal y las otras clases. Así como el rechazar la práctica de la fotografía el campesino expresa la relación que mantiene con el modo de vida urbano, en la que experimenta la particularidad de su condición, del mismo modo, la significación que los pequeñoburgueses atribuyen a la práctica fotográfica traduce o traiciona la relación que tienen las clases medias con la cultura, es decir, con las clases superiores que poseen el privilegio de las prácticas culturales consideradas como las más nobles, y con las clases populares, de las que quieren diferenciarse a cualquier precio manifestando, en las prácticas que les son accesibles, su buena voluntad cultural. Es así que los miembros de los foto-clubs pretenden al mismo tiempo ennoblecerse culturalmente al querer ennoblecer a la fotografía, sustituto a su alcance y a su medida de las artes nobles, y recuperar, en las disciplinas de la secta, ese cuerpo de reglas técnicas y estéticas de las que se privaron rechazando como vulgares a las que rigen a la práctica popular. La relación que mantienen los individuos con la actividad fotográfica es esencialmente mediata, puesto que siempre encierra la referencia a la relación que tienen los miembros de otras clases sociales como ella y, por eso mismo, con toda la estructura de las relaciones entre las clases.
Tratar de superar las abstracciones de un objetivismo falsamente riguroso, al precio de un esfuerzo para volver a captar los sistemas de relaciones que se ocultan detrás de las totalidades preconstruidas, es todo lo contrario de sucumbir a las seducciones del intuicionismo que, al revelar las evidencias enceguecedoras de la falsa familiaridad no hace —en este caso en particular— sino transfigurar trivialidades de todos los días acerca de la temporalidad, el erotismo y la muerte, en falsos análisis de esencias. Puesto que la fotografía se presta mal, al menos en apariencia, al estudio propiamente sociológico, brinda la ocasión soñada de hacer la prueba de que el sociólogo —dedicado a descifrar no otra cosa que el sentido común— puede ocuparse de la imagen sin convertirse en un visionario. Y a quienes esperan que la sociología les procure “visiones” ¿qué podríamos responderles, sino lo que decía Max Weber: “que vayan al cine”?
Versión electrónica a cargo de Óscar I. Martínez Gómez
Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales / Sociología
1 Claude Bernard, Introduction à la médicine experimentale, capítulo II, pág. 52. Edición en español, Introducción a la medicina experimental, México, UNAM, 1960.
2 Claude Bernard, ibidem.
3 Las mismas exigencias metodológicas se imponen al etnólogo quien, so pena de abstracción, sólo debe ver en la reconstrucción del sistema de modelos un momento de la investigación y debe describir la relación que une ese sistema con el sistema de actitudes. No es éste el sitio para mostrar en qué forma las oposiciones lógicas que organizan un sistema mítico-ritual arraigan a las actitudes (particularmente en las actitudes respecto del tiempo) y hasta en el exis corporal. han realizado. En una palabra, en tanto principio de una praxis estructurada pero no estructural, la costumbre, interiorización de la exterioridad, encierra la razón de toda objetivación de la subjetividad.
4 F. Hegel, «Principes de la philosophie du droit», s/d. Edición en español, “Principios de la filosofía del Derecho”,
Prólogo en Filosofía del Derecho, México, UNAM, 1975.
5 8 135 000 cámaras en funcionamiento, una por lo menos en la mitad de los hogares, 845 000 vendidas anualmente; las cifras sirven para mostrar la inmensa difusión que tiene la práctica fotográfica debido a su accesibilidad.
6 Los juicios sobre la fotografía encierran, por una parte, toda la filosofía popular respecto del objeto técnico y, más precisamente, del automático y, por otra parte, verdaderas “teorías” estéticas espontáneas: por ejemplo, la negativa muy frecuente a considerar la fotografía como un arte se inspira en una definición sumaria de la cámara fotográfica como autómata, al mismo tiempo que en una representación con una fuerte coloración ética de la actividad artística.
7 F. Nietzsche, Le gai savoir, pág. 245. Edición en Español, La gaya ciencia, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1962.
8 A pesar de los esfuerzos por constituir una fotografía “pura”, provista de una estética autónoma, a menudo caen en la contradicción porque el rechazo a admitir y a asumir la especificidad del acto fotográfico, así como su accesibilidad, lleva a echar mano de obras estéticas de artes consagradas, como la pintura.
9 Durante el año de 1960 se hicieron tres monografías referidas, una de ellas, a una aldea bearnesa, otra a los obreros de la fábrica Renault y, finalmente, la tercera, a dos clubes de fotografía de la región de Lille. En los tres casos se recurrió fundamentalmente a la observación prolongada y a la entrevista libre.
10 El porcentaje de quienes practican la fotografía va del 39% en las ciudades de menos 2000 habitantes, al 61% en las ciudades que van de 2000 a 5000 habitantes.
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